Por Alejandro Córdoba (*). Cuando el secretario del Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) 3 de Lomas de Zamora leyó la condena a 25 años de prisión, el rompecabezas se armó. Después de muchos años – casi 29 años – se pudo ver la imagen entera y compacta de lo que ocurrió en la avenida Ramón Franco el 10 de enero de 1994: fue una Masacre, no un tiroteo. Los ex policías de la Brigada de Investigaciones de Lanús recibieron la decisión de los jueces con la misma frialdad con la que transitaron el juicio oral. La misma con la que miraron a los familiares de las víctimas para decirles que no había sido una masacre sino un “lamentable error”.
Para llegar a esta condena, además de los 28 años, los familiares de Edgardo Cicutin, Norberto Corbo, Enrique Bielsa y Gustavo Mendoza debieron sobrellevar permanentes malas noticias: sobreseimientos, sospechas de sobornos a magistrados, mirada de algunos, temor de otros, poderosos abogados enfrente, estrategias dilatorias y una pandemia que paralizó el Poder Judicial para hacer aún más larga la espera del debate.
El tiempo jugó a favor de los condenados. Cuando mataron a los cuatro hombres en Wilde, el delito de homicidio no estaba agravado por la condición de policía ni por el uso de arma. Esto hizo que el TOC 3, al desechar el agravante planteado por la fiscalía aplicara el máximo del homicidio simple: 25 años.
Es muy difícil no hacer la comparación, en este contexto. Los familiares de las víctimas ganaron por penales aunque lo merecieron desde el primer minuto, cuando estaba todo claro. Pero tuvieron que sufrir porque del otro lado jugaban los empleados de los poderosos, la mano de obra violenta que otro recordado luchador – León “Toto” Zimerman – explicó con una frase histórica “policías de gatillo fácil”.
La Masacre de Wilde fue uno de los pocos casos de gatillo fácil de los ´90 que hasta hoy no tenía sentencia. Una deuda no sólo con los familiares de las víctimas sino con una enorme porción de la sociedad que ya no está dispuesta a avalar la violencia institucional.
Raquel Gazzanego, viuda de Cicutin, arrancó el reclamo por justicia en el minuto uno y lo terminó hoy, aunque espera que la “justa justicia” se complete. Es decir que los asesinos cumplan su pena en prisión.
Raquel no siempre estuvo acompañada. Hubo momentos de mucha soledad, cuando los organismos de derechos humanos se olvidaron del caso, cuando a los gobiernos dejó de importarle y al Poder Judicial el caso le molestaba. Cuando el partido parecía perdido, los familiares se hicieron fuertes y siguieron empujando. Y tenían razón. Era la única manera de comprobar que el “lamentable error” era, en verdad, una Masacre.
Y finalmente no parece fácil explicar este final de condena sin hacer referencia a dos personajes claves, que hicieron enojar mucho a los hoy condenados. La ex jueza Silvia González y el juez Gabriel Vitale.
En soledad, González enfrentó todas las presiones cuando decidió encarcelar a los hoy condenados. En los pasillos de los Tribunales de Lomas de Zamora muchos comenzaron a esquivarle la mirada. Y hasta sufrió el desplante de quienes la habían ayudado a dar sus primeros pasos en el Poder Judicial.
Una vez que González se quedó sin la causa, los ex policías tuvieron el respaldo de jueces que coincidieron con la mirada naif del “lamentable error”. Todo estaba bien para los ex miembros de la Brigada de Investigaciones de Lanús hasta que apareció el juez Gabriel Vitale y retomó el sendero que había tenido que dejar su recordada colega.
Vitale encontró el respaldo de la Suprema Corte, impulsó el último tramo de la investigación y logró poner tras las rejas a Marcos Ariel Rodríguez, un oficial que estuvo 20 años prófugo por la Masacre.
Estas fueron algunas de las partes del rompecabezas que hoy se volvió a armar. Escondieron partes, se robaron otras, las desordenaron, pero la real figura quedó plasmada. Fue una Masacre, fue un cuádruple homicidio, no fue un error.
(*) Director de DiarioConurbano.com. Autor del libro “La Patota. La historia oculta de la Masacre de Wilde y su conexión con el atentado a la AMIA”.