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Literatura: El recuerdo de la Pandemia

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Por Pablo Pallás La primera semana de cuarentena o aislamiento preventivo fue bastante desordena y eufórica. Hablé por teléfono hasta hartarme con amigos y enemigos, con vecinos, con familiares, y con aquellos que hacía años que los tenía en los contactos del celular. Después comenzaron los diálogos un poco más profundos y preocupantes, las distintas variantes laborales, los cuidados familiares, todo iba creciendo a medida que había más noticias en las redes sociales y en los grandes medios de comunicación. ¿Cómo reaccionar frente a lo inesperado? La posibilidad concreta de la muerte, esa misma que conocemos desde que nacemos, pero que la engañamos con nuestras más grandes creaciones o las más mínimas acciones. Todo lo hacemos para mañana, para la posteridad. La obligación de un presente continuo y la incertidumbre de la muerte a la vuelta de la esquina, desarticula toda nuestra ilusión de un mundo o una vida  ordenada y ejemplar.

Todo esto se me ocurrió decirle a Don Acuña, en ese primer encuentro casual en la primera semana de cuarentena. Me arrepiento de habérselo dicho hasta el día de hoy.

Lo primero que hizo Acuña fue mirarme de soslayo, se prendió un cigarrillo, le recordé que había dejado de fumar, pero no sé de dónde sacó uno y me tiró el humo en la cara. Estábamos en la puerta del edificio. Pequeño edificio de Lomas de Zamora, a unas cuadras del centro, en donde somos vecinos. Le dije que no podíamos estar juntos charlando,  le repetí lo del aislamiento y el distanciamiento social.

-Esto ya pasó, me dijo.

Pensé, que se venía con alguna historia de la peste amarilla o que cada cien años se repite la misma cosa, pero no, agregó:

-Esto pasó en el futuro…

Me lo quedé mirando e imaginé que estaba muy nervioso por las noticias y más que nada por lo que podría estar ocurriendo con él o sus familiares.

-Pibe, Bradbury escribió mucho sobre esto, pero cuando anduve en el futuro…

-Espere un poco Acuña, ¿Me está cargando? –Lo interrumpí de mala manera.

-No Pibe, escúchame y después te vas a encerrar  -Me dijo sin mirarme y siguió:

-Cuando anduve en el futuro, te imaginas, naves sin ruedas, autopistas, tipos que vuelan, casas flotando en el aire, todo eso, bueno, el futuro ese que imaginábamos o nos mostraba la tele con los Supersónicos o nos contaba Bradbury  de forma magistral y con algo de tristeza. Bien, ahí conocí al amor de mi vida. Con ella paseábamos por la tarde, íbamos al único parque que había en la ciudad, los sábados bebíamos vino sin parar, hasta terminar dormidos en un sillón que tenía en su casa.

Sí, Pibe, tenés muchas preguntas, pero dejame terminar y vas a entender.

-Allí, en ese tiempo y espacio –prosiguió-  los únicos que hacíamos todo eso, fuimos nosotros dos. Nos amamos profundamente. Hasta que una pandemia empezó a arrasar todo lo que se conocía hasta el momento. Nosotros nos refugiamos en su casa. Pasamos los días y las noches sin salir, nos cuidábamos y protegíamos nuestro amor de cualquier virus enloquecido.

Lo interrumpí: -¿Está bien Acuña? ¿Esas botellas de vino que están en el canasto son suyas y se las tomó recién?

-Pará Pibe, pará, me gritó y no tuve otra opción que seguir escuchándolo, al fin de cuentas, quizás le hacía bien.

Dijo entonces Acuña: -Había una sola posibilidad de salvar a la humanidad y consistía en aislarnos en forma individual, todas las parejas del universo debían separarse y quizás algún día cuando se consiguiera la vacuna, volver a encontrarse, además los músicos debían cambiar de profesión y los verduleros tenían que dedicarse al manejo de astronaves.

A esta altura no le creía o bien, me estaba inventando una linda y absurda historia, para que se las cuente a ustedes por acá. Fingí prestarle más atención quería saber a dónde llegaba.

Entonces, Acuña aclaró: -Había una condición en los amantes, no llevar ninguna prenda o artículo, nada, ni un recuerdo, menos una foto, del ser amado.

Nos separamos con dolor. Pero jurándonos encontrarnos. La humanidad pareció restablecerse en aquella normalidad del futuro. Hasta que alguien, de las fuerzas de la ley, descubrió que tenía en mi poder un pequeño objeto, un recuerdo de ella. Nadie aparentemente lo sabía, quizás un descuido y una delación. Llevaba encima una hebilla de ella, que en el último abrazo, la tomé d de su pelo sin que se diera cuenta.

En ese momento Acuña, la saca del bolsillo y me la muestra, una pequeña hebilla de carey. Prosigue: -Todo cambió. Fue un desastre. Todo terminó, algunos otros también tenían cosas, no quiero hablar de ello, me condenaron al pasado de la humanidad, a este presente y a que volvería a suceder si no me deshacía de la pequeña hebilla. Con la gripe A, pensé que se iba a repetir, con otras epidemias grandes, también, pero esto, sí, es aquella condena que me marcaron los antepasados del futuro.

Le seguí la corriente con un poco de temor. -¿Qué piensa hacer Don Acuña?

-Lo que tendría que haber hecho hace rato, quemar y enterrar la hebilla.

Acuña empieza a caminar para el lado del camino negro.

Alcanzo a preguntarle: -¿Y ella, Acuña?

Me dijo colocándose la boina primero y luego el barbijo: -Sus ojos, pibe, su mirada me guía en esta empresa.

Lo ví alejarse con paso firme. Desde ese día, Acuña no volvió al edificio.


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