Con 14 nominaciones a los premios Óscar a sus espaldas, La La Land es la más reciente propuesta de Damien Chazelle, la nueva joven promesa del cine norteamericano. La película, que rápidamente despertó pasiones entre la crítica especializada, es un homenaje al cine clásico y al mismo tiempo la reformulación de un género hace tiempo venido a menos: la comedia musical.
Chico conoce chica, quizás la fórmula más antigua de la historia del cine, es la premisa básica que ofrece La La Land: Una historia de amor (2016). Una comedia romántica con matices de musical, la historia se centra en Mia (Emma Stone), una empleada de una cafetería ubicada dentro de los estudios Warner Bros. que aspira a ser actriz, y Sebastian (Ryan Gosling), un músico venido a menos que sueña con abrir su propio club de jazz. Eventualmente sus caminos se cruzan y, claro, se enamoran. En el medio, sus esfuerzos e intentos por alcanzar sus deseos funcionan como punto de inflexión para el liviano argumento: al final del día, la historia se reduce al triunfo del amor o de las aspiraciones de los enamorados. Es una visión simplista la que elige Damien Chazelle, director y escritor, para el guión de la película. Sin embargo, no es en el qué de la narración donde La La Land encuentra la solidez cinematográfica, sino en el cómo.
Aunque la película recibe al espectador con un número musical cargado de velocidad y adrenalina (Another Day of Sun es el más inspirado de todos ellos), en primer lugar sería adecuado establecer que la concepción clásica de “musical” no encaja del todo con la película: La La Land bien podría ser descripta como una comedia romántica con algunas interrupciones musicales. Y para ser una película que bebe de otras películas (las referencias al cine clásico son, en varios casos, explícitas), elegir el camino de la comedia interrumpida y no el de musical puro y non-stop es toda una declaración de intenciones, pues Chazelle busca también la reformulación del género. La idea del musical extenuante, largo, con diálogos completamente cantados parece haber sido descartada por el cine y el objetivo de La La Land es refaccionar esa idea, ajustarla al siglo XXI. Eso implica una reducción notable de la parte melódica de la película y un soplo de aire fresco para el género. Al mismo tiempo, el director no quiere perder el componente nostálgico. Es algo contradictorio a primera vista: mientras intenta alejarse de la grandilocuencia de Los Miserables (Les Misérables, 2012) o el posmodernismo de Moulin Rouge (Moulin Rouge!, 2001) y ser algo completamente nuevo, el film no deja de homenajear a Casablanca (Casablanca, 1942) y Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) y no pretende disimularlo.
En sus formas, La La Land encuentra sus más grandes fortalezas: el falso plano secuencia continuo, los vestuarios y escenarios intencionalmente vintage (más allá de que la acción se sitúa en la realidad), los colores vibrantes, el juego imposible de la iluminación, los momentos coreográficos en donde la gravedad parece desaparecer; todas herramientas narrativas que Chazelle pone en un lugar de prioridad en relación con el desarrollo del argumento. Así funciona La La Land, de la manera que los críticos más férreos y la Academia más conservadora parecen amar: con la historia al servicio de las herramientas narrativas y no al revés. En este modo de hacer cine los actores cobran aún más importancia, pues son la herramienta más importante del director. Por supuesto, Gosling y Stone están a la altura. Su química casi perceptible y su capacidad para la comedia romántica ya habían sido testeadas hace unos años en la simpática Loco y estúpido amor (Crazy, Stupid, Love, 2011), y aquí lo llevan a otro nivel. No son los mejores cantantes ni bailarines, pero sí los mejores actores para esta película. Esta vez, la sutileza y sofisticación de Emma Stone superan con creces a los intentos de Gosling por mimetizarse con James Dean — que igualmente no decepciona — y hasta podrían conseguirle un Óscar.
El problema de la película será para el gran público: al pormenizar la historia y engrandecer las formas, el espectador promedio percibirá que un argumento básico se estira durante más de dos horas y no encontrará mayor satisfacción en ver a Stone y Gosling flotando en un observatorio ni en las constantes referencias a Ingrid Bergman y el clasicismo. El espectador promedio probablemente tampoco estará feliz con el engaño que esconde el final. Los últimos 20 minutos ofrecen una suerte de final alternativo en el que Chazelle juega todas sus cartas, un momento inigualable en términos cinematográficos. Al mismo tiempo, en ese “final alternativo” referencia de nuevo al clasicismo y desafía al modernismo, planteando una antítesis entre lo que podría haber pasado en otro momento del cine (quizás en la Era de Oro de Hollywood), y lo que debe pasar ahora.
En el fondo, eso es La La Land: un frenético baile que oscila entre lo clásico y lo moderno, entre lo nostálgico y lo nuevo, entre el homenaje y la reformulación. Y si algo queda claro, es que Chazelle es un cineasta ambicioso y prometedor, con mucho más talento para la puesta en escena que para el desarrollo de la historia y sus personajes, con más dedicación para la forma que para el fondo. Y es precisamente por eso que triunfará en los Óscar.
Por Joel Álvarez