Don Acuña y el Pibe se meten en la historia de un inventor que quiso afincarse en Lanús. Un tipo de corazón sensible, un periodista talentoso y oscuro. Un nuevo relato suburbano de Pablo Pallás para DiarioConurbano.com.
-Don Acuña, se dice que Roberto Arlt era inventor o él quería ser inventor, pero no de historias, de cosas, dicen que inventó algo- dice el pibe casi como una confesión.
Don Acuña se acomoda en la silla del bar y declama:– Un gran inventor pibe y ¿sabés dónde tuvo su único taller?
-Expectante el pibe pregunta-¿Dónde Don Acuña?
Don Acuña contesta- En Lanús, pibe, en Lanús, en la calle 9 de Julio. Te voy a contar cómo fue.
Una tarde en el Diario El Mundo llega una muchacha muy bonita, de buen andar, a la redacción y pregunta por Roberto Arlt, él se acerca, la chica se presenta y le dice que se llama Beatriz y que le traía unas gacetillas de prensa del Correo Central.
Roberto en ese tiempo se había separado de su primera mujer y todavía no había conocido a su segunda esposa, cosa que ocurrió poquito tiempo después de esta historia.
Roberto queda anonadado de la mirada de esa muchacha y en la segunda visita que hace a la redacción la invita a tomar un café con leche en la confitería que quedaba en la esquina del diario.
Beatriz se ve con Roberto en esa confitería varias veces, tenían una conversación animada y se divertían juntos y esperaban el día del encuentro con ansiedad. Roberto le cuenta a Beatriz que él en realidad era inventor y que estaba buscando un galpón en alguna zona alejada para desarrollar sus inventos por medio de un proceso de vulcanización. Ella le cuenta que vivía en Lanús, que no era una zona industrial como Avellaneda, pero que tenía sus fábricas y que dónde ella vivía, en la calle 9 de julio, su papá tenía en el fondo un galpón que había sido una tornería y que quería alquilarlo. Beatriz le propone que pase el domingo por la tarde por su casa para verlo. Luego de explicarle que tomara el ferrocarril y que caminara tantas cuadras cuando se bajara, Roberto pensaba en que Beatriz era maravillosa, era atractiva, su padre tenía un galpón para trabajar los inventos, iría ese domingo y no sólo le alquilaría el galpón sino que le pediría la mano de Beatriz.
Llegó el domingo, llegó Roberto a la puerta de la casa de Beatriz, lo reciben el padre, un hombre petiso, rechoncho, bonachón, con algunos modales recios. Entran en la casa, lo esperaban con té y masitas, se sientan en el jardín, aparece la madre con la tetera, una señora simpática pero que lo miraba todo el tiempo por el rabillo del ojo. Aparece Beatriz, con una sonrisa amplia y un vestido hermoso.
Hablan del galpón, Roberto cuenta su proyecto de vulcanización para crear unas medias de mujer irrompibles. Quedan de acuerdo. Ahora es el momento, piensa Roberto tengo que pedir la mano de esta muchacha, pero justo, en ese instante el padre de Beatriz lo invita a ver el galpón, vamos, le dice, que está Carlos, lo está limpiando. ¿Quién es Carlos? Pregunta Roberto y aparece un energúmeno de dos metros, con bíceps más anchos que una rueda de colectivo, una espalda enorme, sudoroso y en cueros con un pantalón raido, Carlos, dice Beatriz, mi novio.
Nunca se le había ocurrido a Roberto preguntarle a Beatriz si tenía novio, le parecía que no, que era obvio, pero si lo tenía no podía ser esa mole, de todas formas no todo estaba perdido, el amor por Beatriz se había desvanecido en segundos, pero quedaba el galpón.
No sólo alquiló el galpón, además Carlos trabajó con él en el vulcanizado, hicieron unas medias que se las hizo probar a todos los compañeros de la redacción y comprobaron que eran irrompibles, el tema es que falló en la comercialización del invento y a los pocos meses tuvo que cerrar el galpón, debiendo parte del alquiler. A Beatriz no la vio nunca más.
Tiempo después Roberto Arlt escribe El Amor Brujo, que es una historia de amor, pero que no tiene nada que ver con esta.
Pablo Pallás.